Adán cerró los párpados: ¡cómo le dolían esos pobres ojos! Cuando abusaba uno de la noche pidiéndoselo todo a su reinado, la noche ardía como un aceite negro y devoraba los párpados que no conseguían juntarse. Luego, sobre los párpados doloridos, la luz del día quemaba como el alcohol. -¿Sería él, acaso, un espíritu nocturno, emparentado con aves maléficas, insectos de culo fosforescente y brujas que montaban en escobas mansitas?- No, porque su alma era diurna e hija del sol padre de la inteligibilidad. –Siéndolo así, ¿por qué vivía de la noche?- Frecuentaba la noche porque en su siglo el día era incitador y antorcha de una guerra sin laureles, violador del silencio y látigo contra la santa quietud; exterior como la piel, activo como la mano, sudoroso como las axilas, vocinglero y fecundo en embustes, de sexo varonil, joven héroe de tórax velludo. Se apartaba del día porque lo embarcaba en la tentación de la fortuna material, en el ansia de poseer objetos inútiles y en el deseo malsano de ser político, boxeador, cantante o pistolero. -¿Y la noche?- Incolora, inodora e insípida como el agua, la noche producía, sin embargo, una borrachera igual a la de los buenos vinos; silenciófila, estimulaba empero el amanecer de las voces difíciles y los hondos llamados que sofoca el día bajo sus trombones; antípoda de la luz, ordenaba, con todo, la visibilidad de las estrellitas; destructora de cárceles, favorecía la evasión; campo de tregua, facilitaba la unión y la reconciliación; hembra curativa, refrescante y estimulante, se ayuntaba con el hombre y concebía un hijo, el sueño, graciosa imagen de la muerte. Y, sin embargo, la noche pesaba dolorosamente cuando al fin quería uno dormirse y el sueño se le negaba.
Adán Buenosayres, Leopoldo Marechal.
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