Emilia
Abrázame fuerte, que no pueda respirar.
Pedro Guerra.
Salió a caminar. Pretendiendo que era casual. Como si algo de eso tuviera que ver con ellos. Hacía mucho que había comprendido que todo el universo y su parafernalia excesiva se ponían al servicio de cierta causalidad trágica y retorcida que lograba que al salir de su casa, en un radio preciso de diez cuadras, entre las ocho y diez de la noche, pudiera encontrarlo: caminando por ahí o sentado en alguna vereda. Esto era tan cotidiano como ver gente esperando el colectivo.
Abrázame fuerte, que no pueda respirar.
Pedro Guerra.
Salió a caminar. Pretendiendo que era casual. Como si algo de eso tuviera que ver con ellos. Hacía mucho que había comprendido que todo el universo y su parafernalia excesiva se ponían al servicio de cierta causalidad trágica y retorcida que lograba que al salir de su casa, en un radio preciso de diez cuadras, entre las ocho y diez de la noche, pudiera encontrarlo: caminando por ahí o sentado en alguna vereda. Esto era tan cotidiano como ver gente esperando el colectivo.
Cantaba y saboreaba las palabras con una tristeza indecible; se había impuesto la singular e inservible creencia de que las canciones sólo debían entonarse una vez al día, sino se gastaban. Desafinaba sistemáticamente los tonos altos de ésta; un carraspeo laríngeo y los ojos desconocidos de un transeúnte, que la miraba sonriente, le informaron que el volumen se había ido al carajo. Entonces con no-disimulado enojo, tarareó despacio:
Cambiaste de tiempo y de amor,
y de música y de ideas.
Cambiaste de sexo y de dios,
de color y de fronteras.
Pero en si, nada más cambiará
y un sensual, abandono vendrá,
y el fin...
La emocionó que un perro la siguiera. El pichicho iba a un ritmo constante y familiar; a veces Emilia acortaba sus pasos sólo para que él notara su ausencia y la volviese a buscar, juguetón. A unos metros, Gastón salía de un kiosco, esta vez tardó muy poco en encontrarlo, pero no le importó; llevaba un registro mental de cuánto tiempo le llevaba a la serie de hechos circunstanciales y sucesivos hacerlos coincidir en tiempo y espacio. A veces esperaba media hora, otras, cuarenta minutos; el máximo era una hora. Ella vio como él tiró, impiadosamente, el papel del caramelo al piso para observarlo agonizar en un charquito insalubre.
-¿Querés? -dijo él, masticando y señalando sus manos.
-No, gracias; los jueves no como caramelos -profirió, seria.
-¿Qué hacías? -preguntó Gastón, ignorando al perro.
Vacilando un instante, contestó -Eh... nada.
Apuraron los pasitos, caminaron hacia el único destino posible. -Ni siquiera te vio, perruno amigo -pensó Emilia. En tanto, el bicho se alejó y emprendió la búsqueda de otros compañeros de viaje.
-Qué raro, che. No pensaba encontrarte hoy -comentó él.
-Ajá -asintió ella, con un dejo de desencanto en la voz. –Es que vos no comprendés el universo, estás incapacitado genética y poéticamente para eso. Una especie de maldición te impide percibir la evidente causalidad que nos rodea.
-Cuando no decís pavadas me gustás más -opinó él.
-Uf -suspiró ella, tratando de no mandarlo al diablo, que es lo que se merecía. –Vos no entendés nada, ni me gasto.
Siguieron callados hasta que llegaron a la puerta negra. Famosa puerta negra. Emilia abrió luego de media hora de buscar las llaves en el bolso, también negro, en el que lleva todos sus inútiles tesoros y mugre acumulada. Entraron.
Primeras palabras: -Abrázame fuerte. Que no pueda respirar -Y eso hizo. Luego la besó, en el cuello, en los labios. En los brazos, en los codos. En las manos, en los dedos. Besos tiernos, besos dulces, besos fuertes, besos que dolían. Besos con lengua. Besos inocentes. Besos.
Segundas palabras: no hubo.
Se acostaron. La cama tenía pocitos que se ajustaban de manera perfecta a sus cuerpos aún vestidos.
Él jugaba y hundía sus dedos en la maraña de rulos de ella. Los deshacía y los volvía a enroscar. Se divertía ensortijándolos. Le dijo que era el pelo negro más lindo que había visto; hasta sonaba creíble, a veces ella le creía porque tenía un tono bastante lindo de decírselo.
Tardaron una hora en desvestirse. Su rito amatorio consistía en lenta deleitación; en forcejeos tímidos y resistencia temerosa a las caricias iniciales.
Él besaba y acariciaba sus muslos con un virtuosismo sublime (o eso imaginaba Emilia), los mordía con una tibieza que la hacía desdoblar. Sus manos entraban tan fácil en su cintura que la asustaba. Ella acercaba su pecho contra el de él para sentir la frecuencia de sus latidos; mientras él hundía su nariz en el cuello, aspirando y soplando. Luego lamía y apretaba con fuerza los pechos espléndidos. Olía con adoración, casi mística, esa mezcla de sudor y perfume barato. Se consumían y se aletargaban. Se miraban, se detenían. A ella le dolía tanto despojo.
-Te quiero, quedémonos así toda la vida -susurró, conciente de que esas palabras la convertían en lo que más odiaba: ser cursi.
Gastón la mira, sonríe con ternura.
-¿Cuándo la vas a dejar? -balbucea ella, entre gemidos.
Él continuó indiferente. Le entrelazaba las piernas y la poseía de todas las formas posibles.
Ella insistió: -Décime que la vas a dejar.
-Sabés que no puedo, son 7 años juntos -contestó y le mordió las muñecas.
Transpiraron y se amaron hasta el cansancio, después se durmieron. La despertó tocándole la nariz. Recién entonces Emilia tuvo conciencia de su desnudez y de que él la estaba contemplando, se supo irremediablemente vulnerable y recurrió al auxilio de la sábana ridícula. Una cosa era pasar la noche con él, pero que encima supiera la geografía exacta de sus lunares era mucho.
-¿Me abrís? Es muy tarde -dijo Gastón.
Se vistió desganada. Arrastrando los pies y con un esfuerzo insufrible llegó a la famosa puerta negra (-puerta de mierda, ni para retener servís -pensó), con lo poco que le quedaba de energía embocó la llave, y ¡eureka, puerta abierta! El sol no ayudaba demasiado, le dolía en los ojos. Se imaginó como una mala representación vampiresca; -¡qué perspicaz soy, mi originalidad está en su cúspide! -murmuró internamente.
-Dame un beso -pronunció él.
Y si algo había aprendido desde chiquita era poner la mejilla, con irónica bondad (que él nunca percibió) le ofreció la derecha. -¡Tomá! -se repitió victoriosa a si misma.
-Me voy, dame otro beso. Con la misma ternura (¡sí, ternura!) complaciente de horas antes, colocó las manos en la cara de él y le besó la frente. Gastón se fue, claro, como si nada. Ella miró como se iba, caminaba gracioso el pibe, de pronto se sintió considerablemente estúpida y entró. Decida y con una lucidez repentina y visionaria agarró las sábanas demasiado húmedas, tomó un último impulso, aspiró lo más fuerte que pudo y sólo derramó unas cuantas lágrimas. Fue al lavadero y las metió en el lavarropas junto con el jabón más espantoso que tenía.
-Dale lavarropas estúpido, llévatelo de una vez por todas -refunfuñó resignada mientras contaba las burbujas.
L.C. (26/02/05)
L.C. (26/02/05)