sábado, febrero 26, 2005

EMILIA

Emilia

Abrázame fuerte, que no pueda respirar.
Pedro Guerra.

Salió a caminar. Pretendiendo que era casual. Como si algo de eso tuviera que ver con ellos. Hacía mucho que había comprendido que todo el universo y su parafernalia excesiva se ponían al servicio de cierta causalidad trágica y retorcida que lograba que al salir de su casa, en un radio preciso de diez cuadras, entre las ocho y diez de la noche, pudiera encontrarlo: caminando por ahí o sentado en alguna vereda. Esto era tan cotidiano como ver gente esperando el colectivo.
Cantaba y saboreaba las palabras con una tristeza indecible; se había impuesto la singular e inservible creencia de que las canciones sólo debían entonarse una vez al día, sino se gastaban. Desafinaba sistemáticamente los tonos altos de ésta; un carraspeo laríngeo y los ojos desconocidos de un transeúnte, que la miraba sonriente, le informaron que el volumen se había ido al carajo. Entonces con no-disimulado enojo, tarareó despacio:
Cambiaste de tiempo y de amor,
y de música y de ideas.
Cambiaste de sexo y de dios,
de color y de fronteras.
Pero en si, nada más cambiará
y un sensual, abandono vendrá,
y el fin...
La emocionó que un perro la siguiera. El pichicho iba a un ritmo constante y familiar; a veces Emilia acortaba sus pasos sólo para que él notara su ausencia y la volviese a buscar, juguetón. A unos metros, Gastón salía de un kiosco, esta vez tardó muy poco en encontrarlo, pero no le importó; llevaba un registro mental de cuánto tiempo le llevaba a la serie de hechos circunstanciales y sucesivos hacerlos coincidir en tiempo y espacio. A veces esperaba media hora, otras, cuarenta minutos; el máximo era una hora. Ella vio como él tiró, impiadosamente, el papel del caramelo al piso para observarlo agonizar en un charquito insalubre.
-¿Querés? -dijo él, masticando y señalando sus manos.
-No, gracias; los jueves no como caramelos -profirió, seria.
-¿Qué hacías? -preguntó Gastón, ignorando al perro.
Vacilando un instante, contestó -Eh... nada.
Apuraron los pasitos, caminaron hacia el único destino posible. -Ni siquiera te vio, perruno amigo -pensó Emilia. En tanto, el bicho se alejó y emprendió la búsqueda de otros compañeros de viaje.
-Qué raro, che. No pensaba encontrarte hoy -comentó él.
-Ajá -asintió ella, con un dejo de desencanto en la voz. –Es que vos no comprendés el universo, estás incapacitado genética y poéticamente para eso. Una especie de maldición te impide percibir la evidente causalidad que nos rodea.
-Cuando no decís pavadas me gustás más -opinó él.
-Uf -suspiró ella, tratando de no mandarlo al diablo, que es lo que se merecía. –Vos no entendés nada, ni me gasto.
Siguieron callados hasta que llegaron a la puerta negra. Famosa puerta negra. Emilia abrió luego de media hora de buscar las llaves en el bolso, también negro, en el que lleva todos sus inútiles tesoros y mugre acumulada. Entraron.
Primeras palabras: -Abrázame fuerte. Que no pueda respirar -Y eso hizo. Luego la besó, en el cuello, en los labios. En los brazos, en los codos. En las manos, en los dedos. Besos tiernos, besos dulces, besos fuertes, besos que dolían. Besos con lengua. Besos inocentes. Besos.
Segundas palabras: no hubo.
Se acostaron. La cama tenía pocitos que se ajustaban de manera perfecta a sus cuerpos aún vestidos.
Él jugaba y hundía sus dedos en la maraña de rulos de ella. Los deshacía y los volvía a enroscar. Se divertía ensortijándolos. Le dijo que era el pelo negro más lindo que había visto; hasta sonaba creíble, a veces ella le creía porque tenía un tono bastante lindo de decírselo.
Tardaron una hora en desvestirse. Su rito amatorio consistía en lenta deleitación; en forcejeos tímidos y resistencia temerosa a las caricias iniciales.
Él besaba y acariciaba sus muslos con un virtuosismo sublime (o eso imaginaba Emilia), los mordía con una tibieza que la hacía desdoblar. Sus manos entraban tan fácil en su cintura que la asustaba. Ella acercaba su pecho contra el de él para sentir la frecuencia de sus latidos; mientras él hundía su nariz en el cuello, aspirando y soplando. Luego lamía y apretaba con fuerza los pechos espléndidos. Olía con adoración, casi mística, esa mezcla de sudor y perfume barato. Se consumían y se aletargaban. Se miraban, se detenían. A ella le dolía tanto despojo.
-Te quiero, quedémonos así toda la vida -susurró, conciente de que esas palabras la convertían en lo que más odiaba: ser cursi.
Gastón la mira, sonríe con ternura.
-¿Cuándo la vas a dejar? -balbucea ella, entre gemidos.
Él continuó indiferente. Le entrelazaba las piernas y la poseía de todas las formas posibles.
Ella insistió: -Décime que la vas a dejar.
-Sabés que no puedo, son 7 años juntos -contestó y le mordió las muñecas.
Transpiraron y se amaron hasta el cansancio, después se durmieron. La despertó tocándole la nariz. Recién entonces Emilia tuvo conciencia de su desnudez y de que él la estaba contemplando, se supo irremediablemente vulnerable y recurrió al auxilio de la sábana ridícula. Una cosa era pasar la noche con él, pero que encima supiera la geografía exacta de sus lunares era mucho.
-¿Me abrís? Es muy tarde -dijo Gastón.
Se vistió desganada. Arrastrando los pies y con un esfuerzo insufrible llegó a la famosa puerta negra (-puerta de mierda, ni para retener servís -pensó), con lo poco que le quedaba de energía embocó la llave, y ¡eureka, puerta abierta! El sol no ayudaba demasiado, le dolía en los ojos. Se imaginó como una mala representación vampiresca; -¡qué perspicaz soy, mi originalidad está en su cúspide! -murmuró internamente.
-Dame un beso -pronunció él.
Y si algo había aprendido desde chiquita era poner la mejilla, con irónica bondad (que él nunca percibió) le ofreció la derecha. -¡Tomá! -se repitió victoriosa a si misma.
-Me voy, dame otro beso. Con la misma ternura (¡sí, ternura!) complaciente de horas antes, colocó las manos en la cara de él y le besó la frente. Gastón se fue, claro, como si nada. Ella miró como se iba, caminaba gracioso el pibe, de pronto se sintió considerablemente estúpida y entró. Decida y con una lucidez repentina y visionaria agarró las sábanas demasiado húmedas, tomó un último impulso, aspiró lo más fuerte que pudo y sólo derramó unas cuantas lágrimas. Fue al lavadero y las metió en el lavarropas junto con el jabón más espantoso que tenía.
-Dale lavarropas estúpido, llévatelo de una vez por todas -refunfuñó resignada mientras contaba las burbujas.
L.C. (26/02/05)

jueves, febrero 24, 2005

Sabineando

No quiero paz

No quiero paz, no hay paz,
quiero mi soledad.
Quiero mi corazón desnudo
para tirarlo a la calle,
quiero quedarme sordomudo.
Que nadie me visite,
que yo no mire a nadie,
y que si hay alguien, como yo, con asco,
que se lo trague.
Quiero mi soledad,
no quiero paz, no hay paz.
Jaime Sabines.

Conjuro

Que los ruidos...

Que los ruidos te perforen los dientes,
como una lima de dentista,
y la memoria se te llene de herrumbre,
de olores descompuestos y de palabras rotas.

Que te crezca,
en cada uno de los poros,
una pata de araña;
que sólo puedas alimentarte de barajas
usadas y que el sueño te reduzca,
como una aplanadora, al espesor de tu retrato.

Que al salir a la calle,
hasta los faroles te corran a patadas;
que un fanatismo irresistible
te obligue a posternarte
ante los tachos de basura
y que todos los habitantes de la ciudad
te confundan con un meadero.

Que cuando quieras decir:
"Mi amor", digas: "Pescado frito";
que tus manos intenten estrangularte a cada rato,
y que en vez de tirar el cigarrillo,
seas tú el que te arrojes en las salivaderas.

Que tu mujer te engañe
hasta con los buzones;
que al acostarse junto a ti,
se metamorfosee en sanguijuela,
y que después de parir un cuervo,
alumbre una llave inglesa.

Que tu familia se divierta
en deformarte el esqueleto,
para que los espejos, al mirarte,
se suiciden de repugnancia;
que tu único entretenimiento
consista en instalarte
en la sala de espera de los dentistas,
disfrazado de cocodrilo,
y que te enamores,
tan locamente,
de una caja de hierro,
que no puedas dejar,
ni un solo instante,
de lamerle la cerradura.
Oliverio Girondo.

sábado, febrero 12, 2005

Vértigo

Recibiré postales del extranjero,
tiernas y ajadas, besos, recuerdos.
¿Cómo están todos? Te echo de menos.
Cómo pasa el tiempo...

Seremos otros, seremos más viejos,
y cuando por fin me observe en tu espejo,
espero al menos que me reconozca,
me recuerde al que soy ahora.

Aquellas manos, aquella mujer,
aquel invierno no paraba de llover,
perdona que llegue tan tarde,
espero saber compensarte.

Estás tan bonita, te invito a un café,
la tarde es nuestra, desnúdame.
Tras el relámpago te decía:
"Siempre recogeré flores en tu vientre".

Otro hombre dormirá contigo
y dará nombre a todos tus hijos.
Ven, acércate a mí,
deja que te vea,
que otras primaveras
te han de llevar muy lejos de mí.

Vértigo, que el mundo pare,
que corto se me hace el viaje.
¿Me escucharás, me buscarás,
cuando me pierda
y no señale el norte
la estrella polar?

Las frías mañanas en la facultad,
tú casi siempre huías conmigo al bar,
y me enfadaba si preferías
el aula a mi compañía.

Sobre la mesa botellas vacías,
qué sano es arrancarte esa risa,
y ahora cambiemos el mundo, amigo,
que tú ya has cambiado el mío.

¿Qué haré cuando te busque en la clase,
y mi eco me responda al llamarte?
Otros vendrán y me dirán
que te marchaste,
que te cansaste
ya de esperar.

Vértigo, que el mundo pare,
que corto se me hace el viaje.
¿Me escucharás, me buscarás,
cuando me pierda
y no señale el norte la estrella polar?

Y la ronquera, los traicioneros nervios,
que me atacaban antes de cada concierto,
viejas canciones, antiguos versos,
que espero retenga algún eco.

Y en el futuro espero, compañero, hermanos,
ser un buen tipo, no traicionaros.
Que el vértigo pase y que en vuestras ventanas
luzca el sol cada mañana.

Pero basta de lamentos,
brindemos, es el momento,
que estamos todos y no falta casi nadie,
que hay que apurar
la noche que acaba de empezar.

Vértigo, que el mundo pare,
que corto se me hace el viaje.
¿Me escucharás, me buscarás, cuando me pierda
y no señale el norte
la estrella polar?
Ismael Serrano.